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Corría el mes de febrero del año 1998, en pleno fenómeno del niño, las aguas se desbordaban por las calles tal cual fuesen ríos. Días antes de lo que en adelante llamaré una triste partida, había sucedido un pequeño desborde de las aguas del río Moche lo que ocasionó el destrozo del cementerio de Mampuesto. Las calles trujillanas fueron inundadas por agua completamente sucia. Su color era como el de la chicha de jora.
Los féretros de algunos infantes navegaban sobre las aguas, como si fuesen embarcaciones en alta mar. La gente no podía creer lo que sus sentidos percibían, las lluvias habían ocasionado un desastre único en Trujillo. Las familias cercanas al foco del problema lo habían perdido casi todo.
Mientras toda la ciudad se sumergía en aquella tragedia, mi familia vivía su propio dolor. Una de las integrantes de tan numerosa estirpe se encontraba muy delicada de salud. Postrada en su cama se encontraba mi “Mashito”, así solía llamarla quien escribe estas letras. Una enfermedad la azotaba y todos nosotros nos desesperábamos al verla sufrir de esa manera.
Su habitación llena de medicamentos y su mirada fija a quien la visitaba era el ambiente de aquel verano del 98. Había días en que la encontrábamos mejor, pero tan sólo era nuestra impresión. Turnos por las noches para cuidarla, de sus sobrinas, mis tías, sus hijas, sus hermanas y todo aquel que quisiera acompañarla, eran parte de la historia.
El calor era insoportable, y ella tan sólo miraba. Nos cogía la mano, pero muy pocas veces hablaba. Su inseparable Coca Cola le hacía la guardia tan igual como todos nosotros. Yo tenía 12 años y tan sólo observaba, pero sentía el dolor de toda mi familia.
Hoy que se recuerda un año más de su muerte repaso su bondad, recuerdo cuánto nos mimaba. Qué tan importantes éramos para ella. Vagamente se cruza por mi mente qué tan unida era toda la familia. Desde aquel 18 de febrero no he vuelto a ver a todos reunidos.
Pero son cosas que tienen que suceder. Dicen que yo era uno de sus consentidos, que hasta me acompañaba al colegio y se quedaba a mi lado para no verme llorar por dejarme solo en la escuela.
Lo que quizás me hace escribir estos pequeños párrafos es lo siguiente: Un día antes de su muerte, 17 de febrero de 1998 para ser más exactos, me encontraba mirando un poco de televisión en una habitación cercana a la de ella, me habían dado la responsabilidad de mirarla de rato en rato para ver si necesitaba algo y de ser así llamar a quien se encontraba en la casa.
Pues hacía lo que me habían sugerido, aún recuerdo su rostro lleno de vida, cuando le preguntaba si necesitaba algo, tan sólo movía la cabeza en señal negativa. No hablaba. Fueron dos o quizás hasta tres veces las que me acerque hasta su dormitorio para hacerle la misma pregunta. Tuve la misma respuesta.
Pasaron unos minutos y escuché su voz mencionando mi nombre, me levanté de la cama y corrí a su llamado. ¿Qué necesitas?, atiné a preguntarle. Me miró fijamente y me preguntó qué me había sucedido. Tenía un esparadrapo en la esquina izquierda de mi labio. Me había mordido un perro días atrás. Le mentí que me había caído.
Hacía mucho que no le escuchaba hablar con nadie y me sorprendió, jamás se me cruzo por mi mente que al día siguiente ya no la tendríamos con nosotros. Luego de haberle mentido - no le gustaban los perros - por eso le dije tal cosa. Otra de las cosas que mencionó fue que siempre me portara bien, tal cosa la dijo cogiéndome de la mano.
Y para finalizar tan corto, pero a la vez tan intenso dialogo, me pidió una gaseosa, su Coca Cola. Javier una de las personas que apoyaba en la casa corrió a comprarla.
Luego me pidió que velara por los demás, yo con mis doce años no entendía a qué se refería. Ahora entiendo, pero no suelo practicarlo.
Ese día no tocaba quedarme en la casa donde se encontraba. Junto a Fátima, mi hermana, nos fuimos para el departamento. Tal y como cuentan las leyendas, parecía que mejoraba aquel día, pero dicen que cuando suele pasar es porque estamos cerca a la muerte.
Esa noche no pude dormir. Como nunca me quedé despierto hasta promediar las dos de la mañana, quizás era parte del presagio. No recuerdo cuál fue la hora que el teléfono sonó y avisaron que se encontraba mal. Todos los que se encontraban en el departamento caminaron a paso ligero hasta la casa de San Andrés.
Por el camino, cuenta la mamá Mery, fueron víctimas de un pequeño asalto, en realidad no fue de mayores proporciones. Ya al llegar donde se encontraba “mi Mashito”, la encontraron agonizando, muy mal, como ellos decían, el sufrimiento era incontrolable. Alicia, Rosa, Fátima, Margarita y todos los que se encontraban a su lado compartían su dolor.
Yo en la casa, con los ojos bien abiertos a la espera de lo que sucediera. Las horas pasaban y al promediar las seis de la mañana dieron la noticia inesperada. Uno de nuestros más queridos seres había fallecido. El dolor inundó la familia, tal y como sucediera con la ciudad hacía unos días por el siniestro del fenómeno del niño. Todo era turbio como aquellas aguas, nadie paraba de llorar.
Avisaron a todo la familia. Las “Marujitas” se encontraban por Huamachuco, ellas llegaron por la tarde, todos empezaron a concentrarse donde se velarían sus restos, el calor era insoportable. Tuvieron que instalar unos ventiladores para sofocar ese inmenso calor.
Ya en su ataúd, decían que parecía que se encontraba dormida – no volví a verla- . Vestía un atuendo azul, un rosario en sus manos y una mirada tal cual estuviera descansando. En paz. Lejos de toda esta inmunda realidad.
Los llantos no cesaban y era natural. Su ataúd era color plateado. Los rezos y los cánticos se escuchaban en aquel salón, hoy convertido en pizzería. Yo observaba cómo todos sentían la muerte de mi Mashito. Yo la guardaba por dentro. La había querido mucho. No concebía lo que sucedía.
La noche se acercaba y la pena era mayor. Todos estaban reunidos. Yo me paseaba por la casa y miraba de lejos el lugar donde su cuerpo estaba postrado. Era increíble ver como decenas de familiares y conocidos de la familia se acercaban a la casa. Las ofrendas florales eran innumerables, pero jamás me acerqué ni siquiera a verla por última vez.
El día del sepelio, entierro, despedida, último adiós o como quieran llamarlo, la Misa tendría que ser imponente y fue así. En el lugar de los grandes acontecimientos religiosos. La Catedral fue el escenario. Lleno total como si fuese un personaje popular, famoso, pero no era así. Ella era una mujer bondadosa, amigable, cortés, era una persona muy querida por todos los que la conocían.
Salimos de la casa, por la tarde, no recuerdo la hora exacta, caminando por el negro y sucio asfalto. El sol oculto, acorde con la tristeza que vivíamos. Vagamente pasa por mi memoria un destello de una niña que lloraba desesperada, era mi prima Claudia. A sus cerca de tres años vivía la muerte de su Mashito, decía que no quería que la metan en la carroza de la funeraria, no recuerdo quién la jalaba de la mano, pero recuerdo a la pequeña con vestido blanco con detalles de flores granates.
Nos dirigimos entonces a la Catedral, y luego caminamos a donde sería su última morada. Cementerio general de Miraflores. Ahí bajo la sombra de un toldo esperaba un padre para dar los últimos rezos a quien se nos alejaba en cuerpo. Había un sinnúmero de personas con los ojos hinchados, rojos, la cara demacrada y con lentes oscuros que se confundían con nosotros.
Luego de haber escuchado las palabras del padre era hora del final. Quizás lo más trágico de esos días que para muchos jamás se terminarán. El dolor y el sufrimiento embargaron a todos. Era de esperarse. Hoy 18 de Febrero que escribo estas letras a once años de su muerte, puedo asegurar que muchos de los que ese día derramaron una infinitas lágrimas hoy ni siquiera se acordaron de ponerle una flor en su nicho o de rezarle un Padre Nuestro, un Ave María. Suele pasar, cuando nos dejan por mucho tiempo te olvidas y más aún cuando dejan este hogar.
Los féretros de algunos infantes navegaban sobre las aguas, como si fuesen embarcaciones en alta mar. La gente no podía creer lo que sus sentidos percibían, las lluvias habían ocasionado un desastre único en Trujillo. Las familias cercanas al foco del problema lo habían perdido casi todo.
Mientras toda la ciudad se sumergía en aquella tragedia, mi familia vivía su propio dolor. Una de las integrantes de tan numerosa estirpe se encontraba muy delicada de salud. Postrada en su cama se encontraba mi “Mashito”, así solía llamarla quien escribe estas letras. Una enfermedad la azotaba y todos nosotros nos desesperábamos al verla sufrir de esa manera.
Su habitación llena de medicamentos y su mirada fija a quien la visitaba era el ambiente de aquel verano del 98. Había días en que la encontrábamos mejor, pero tan sólo era nuestra impresión. Turnos por las noches para cuidarla, de sus sobrinas, mis tías, sus hijas, sus hermanas y todo aquel que quisiera acompañarla, eran parte de la historia.
El calor era insoportable, y ella tan sólo miraba. Nos cogía la mano, pero muy pocas veces hablaba. Su inseparable Coca Cola le hacía la guardia tan igual como todos nosotros. Yo tenía 12 años y tan sólo observaba, pero sentía el dolor de toda mi familia.
Hoy que se recuerda un año más de su muerte repaso su bondad, recuerdo cuánto nos mimaba. Qué tan importantes éramos para ella. Vagamente se cruza por mi mente qué tan unida era toda la familia. Desde aquel 18 de febrero no he vuelto a ver a todos reunidos.
Pero son cosas que tienen que suceder. Dicen que yo era uno de sus consentidos, que hasta me acompañaba al colegio y se quedaba a mi lado para no verme llorar por dejarme solo en la escuela.
Lo que quizás me hace escribir estos pequeños párrafos es lo siguiente: Un día antes de su muerte, 17 de febrero de 1998 para ser más exactos, me encontraba mirando un poco de televisión en una habitación cercana a la de ella, me habían dado la responsabilidad de mirarla de rato en rato para ver si necesitaba algo y de ser así llamar a quien se encontraba en la casa.
Pues hacía lo que me habían sugerido, aún recuerdo su rostro lleno de vida, cuando le preguntaba si necesitaba algo, tan sólo movía la cabeza en señal negativa. No hablaba. Fueron dos o quizás hasta tres veces las que me acerque hasta su dormitorio para hacerle la misma pregunta. Tuve la misma respuesta.
Pasaron unos minutos y escuché su voz mencionando mi nombre, me levanté de la cama y corrí a su llamado. ¿Qué necesitas?, atiné a preguntarle. Me miró fijamente y me preguntó qué me había sucedido. Tenía un esparadrapo en la esquina izquierda de mi labio. Me había mordido un perro días atrás. Le mentí que me había caído.
Hacía mucho que no le escuchaba hablar con nadie y me sorprendió, jamás se me cruzo por mi mente que al día siguiente ya no la tendríamos con nosotros. Luego de haberle mentido - no le gustaban los perros - por eso le dije tal cosa. Otra de las cosas que mencionó fue que siempre me portara bien, tal cosa la dijo cogiéndome de la mano.
Y para finalizar tan corto, pero a la vez tan intenso dialogo, me pidió una gaseosa, su Coca Cola. Javier una de las personas que apoyaba en la casa corrió a comprarla.
Luego me pidió que velara por los demás, yo con mis doce años no entendía a qué se refería. Ahora entiendo, pero no suelo practicarlo.
Ese día no tocaba quedarme en la casa donde se encontraba. Junto a Fátima, mi hermana, nos fuimos para el departamento. Tal y como cuentan las leyendas, parecía que mejoraba aquel día, pero dicen que cuando suele pasar es porque estamos cerca a la muerte.
Esa noche no pude dormir. Como nunca me quedé despierto hasta promediar las dos de la mañana, quizás era parte del presagio. No recuerdo cuál fue la hora que el teléfono sonó y avisaron que se encontraba mal. Todos los que se encontraban en el departamento caminaron a paso ligero hasta la casa de San Andrés.
Por el camino, cuenta la mamá Mery, fueron víctimas de un pequeño asalto, en realidad no fue de mayores proporciones. Ya al llegar donde se encontraba “mi Mashito”, la encontraron agonizando, muy mal, como ellos decían, el sufrimiento era incontrolable. Alicia, Rosa, Fátima, Margarita y todos los que se encontraban a su lado compartían su dolor.
Yo en la casa, con los ojos bien abiertos a la espera de lo que sucediera. Las horas pasaban y al promediar las seis de la mañana dieron la noticia inesperada. Uno de nuestros más queridos seres había fallecido. El dolor inundó la familia, tal y como sucediera con la ciudad hacía unos días por el siniestro del fenómeno del niño. Todo era turbio como aquellas aguas, nadie paraba de llorar.
Avisaron a todo la familia. Las “Marujitas” se encontraban por Huamachuco, ellas llegaron por la tarde, todos empezaron a concentrarse donde se velarían sus restos, el calor era insoportable. Tuvieron que instalar unos ventiladores para sofocar ese inmenso calor.
Ya en su ataúd, decían que parecía que se encontraba dormida – no volví a verla- . Vestía un atuendo azul, un rosario en sus manos y una mirada tal cual estuviera descansando. En paz. Lejos de toda esta inmunda realidad.
Los llantos no cesaban y era natural. Su ataúd era color plateado. Los rezos y los cánticos se escuchaban en aquel salón, hoy convertido en pizzería. Yo observaba cómo todos sentían la muerte de mi Mashito. Yo la guardaba por dentro. La había querido mucho. No concebía lo que sucedía.
La noche se acercaba y la pena era mayor. Todos estaban reunidos. Yo me paseaba por la casa y miraba de lejos el lugar donde su cuerpo estaba postrado. Era increíble ver como decenas de familiares y conocidos de la familia se acercaban a la casa. Las ofrendas florales eran innumerables, pero jamás me acerqué ni siquiera a verla por última vez.
El día del sepelio, entierro, despedida, último adiós o como quieran llamarlo, la Misa tendría que ser imponente y fue así. En el lugar de los grandes acontecimientos religiosos. La Catedral fue el escenario. Lleno total como si fuese un personaje popular, famoso, pero no era así. Ella era una mujer bondadosa, amigable, cortés, era una persona muy querida por todos los que la conocían.
Salimos de la casa, por la tarde, no recuerdo la hora exacta, caminando por el negro y sucio asfalto. El sol oculto, acorde con la tristeza que vivíamos. Vagamente pasa por mi memoria un destello de una niña que lloraba desesperada, era mi prima Claudia. A sus cerca de tres años vivía la muerte de su Mashito, decía que no quería que la metan en la carroza de la funeraria, no recuerdo quién la jalaba de la mano, pero recuerdo a la pequeña con vestido blanco con detalles de flores granates.
Nos dirigimos entonces a la Catedral, y luego caminamos a donde sería su última morada. Cementerio general de Miraflores. Ahí bajo la sombra de un toldo esperaba un padre para dar los últimos rezos a quien se nos alejaba en cuerpo. Había un sinnúmero de personas con los ojos hinchados, rojos, la cara demacrada y con lentes oscuros que se confundían con nosotros.
Luego de haber escuchado las palabras del padre era hora del final. Quizás lo más trágico de esos días que para muchos jamás se terminarán. El dolor y el sufrimiento embargaron a todos. Era de esperarse. Hoy 18 de Febrero que escribo estas letras a once años de su muerte, puedo asegurar que muchos de los que ese día derramaron una infinitas lágrimas hoy ni siquiera se acordaron de ponerle una flor en su nicho o de rezarle un Padre Nuestro, un Ave María. Suele pasar, cuando nos dejan por mucho tiempo te olvidas y más aún cuando dejan este hogar.
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