sábado, 18 de abril de 2009

Me pondré zapatillas para leer a Vallejo

Hoy recordaba el momento cuando por primera vez leía los versos de Piedra Negra, Sobre Piedra Blanca. Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. Profecía Vallejiana.
Han pasado 71 años de su muerte y este 15 de abril volveremos a recordar la intensidad de sus escrituras, de sus párrafos, sus frases, sus versos. Llenos de magnitud y altura evocados por los Heraldos Negros, regresando a Santiago a jugar con los Dados Eternos y buscar el Pan Nuestro de cada día sumergidos entre el Dolor y el Placer por la violencia de las horas.
Jorge Díaz Herrera, autor del libro “El Placer de Leer a Vallejo en Zapatillas”, durante su presentación dijo cosas interesantes tal y como las que trataré de narrar en lo siguiente.
Nosotros conocemos a un Vallejo que se ganó la fama gratuita de ser un poeta pobre, triste y desdichado. Un hombre compungido y el más golpeado por el dolor humano, gracias a temáticas tan recurrentes como la nostalgia, el sufrimiento, el dolor, la injusticia y la angustia frente a la muerte; justamente, porque ningún poeta descifró con tal intensidad e impactante carga emocional esos trances de la vida en sus versos, llegando a provocar en el lector sensaciones insoportables debido a la excesiva carga humana.
Vallejo fue mucho más que eso. Nuestro poeta universal, como cualquier humano, también respiró y se dio tiempo para disfrutar de la buena vida, de ciertos lujos y del humor fino, tal como lo demuestra en muchas de sus poesías
¿Quién más como los amigos para contar ricas e interesantes anécdotas sobre Vallejo?, sostiene Díaz Herrera. Efectivamente, Macedonio de La Torre contaba por ejemplo, que su amigo solía vestir casi siempre de terno plomo, traje con el que lo conocían sus amigos; pero una vez el poeta apareció de terno negro.
¿Estás de duelo?, le preguntó Macedonio y Vallejo le respondió que evidentemente estaba vistiendo duelo por la muerte de su traje plomo.
Díaz Herrera evoca a Alfonso de Silva, músico peruano que compartió gran amistad con el poeta y a quien Vallejo le dedicó una hermosa elegía. Él contaba que sus primeros tiempos en París fueron difíciles. Alfonso tocaba el violín en un restaurante, para ganarse propinas. Conforme lo acordado, Vallejo solía ir por él a las horas acordadas y, por lo general, el músico salía a decirle que se diera una vueltecita más, pues era aún poco lo recaudado.
Finalmente, César y Alfonso concluían instalándose en un decoroso restaurante y pedían un considerable aperitivo hasta agotar las propinas recibidas. Vallejo solía exclamar irónicamente: “¡Qué suerte la nuestra. Tener para abrir el apetito y no para cerrarlo!”. Es decir, Vallejo se reía de la propia vida.
Díaz Herrera recuerda al Vallejo profesor cuando dictaba clases a sus alumnitos de Barranco. En esos días, se ganó entre sus colegas la fama de loco, debido a sus largos silencios y a sus singulares modos de dar clase. Una tarde, en la sala de profesores se hundió en una profunda e inquietante reflexión, a tal punto que uno de los maestros fue a consolarlo:
- ¿Le sucede algo, señor Vallejo?
- Estoy muy preocupado. Muy preocupado, le respondió.
- Pero ¿Cuál es el problema?
- Estoy pensando en la empresa que montaré con un socio exigente.
¿En qué consiste?
- Pensamos en sembrar arroz con pato.
El autor de “Pata de Perro” menciona entre líneas que en la poesía de Vallejo existen versos que, conviviendo incluso con la estirpe dolorosa que los sostiene, éstos siempre están envueltos en una irónica ternura y un sentido del humor personalísimo.
Pero, además del dolor, el sufrimiento y por último, el humor, Vallejo jamás abandonó en su poseía el lenguaje familiar, coloquial, sino que lo transfiguró a la más alta categoría estética, universalizando su habla ancestral y su entorno expresivo más íntimo. La nutriente materna, las palabras del hogar, el habla regional permanecen engrandecidas en los versos del poeta.

UNA TRISTE PARTIDA

Corría el mes de febrero del año 1998, en pleno fenómeno del niño, las aguas se desbordaban por las calles tal cual fuesen ríos. Días antes de lo que en adelante llamaré una triste partida, había sucedido un pequeño desborde de las aguas del río Moche lo que ocasionó el destrozo del cementerio de Mampuesto. Las calles trujillanas fueron inundadas por agua completamente sucia. Su color era como el de la chicha de jora.
Los féretros de algunos infantes navegaban sobre las aguas, como si fuesen embarcaciones en alta mar. La gente no podía creer lo que sus sentidos percibían, las lluvias habían ocasionado un desastre único en Trujillo. Las familias cercanas al foco del problema lo habían perdido casi todo.
Mientras toda la ciudad se sumergía en aquella tragedia, mi familia vivía su propio dolor. Una de las integrantes de tan numerosa estirpe se encontraba muy delicada de salud. Postrada en su cama se encontraba mi “Mashito”, así solía llamarla quien escribe estas letras. Una enfermedad la azotaba y todos nosotros nos desesperábamos al verla sufrir de esa manera.
Su habitación llena de medicamentos y su mirada fija a quien la visitaba era el ambiente de aquel verano del 98. Había días en que la encontrábamos mejor, pero tan sólo era nuestra impresión. Turnos por las noches para cuidarla, de sus sobrinas, mis tías, sus hijas, sus hermanas y todo aquel que quisiera acompañarla, eran parte de la historia.
El calor era insoportable, y ella tan sólo miraba. Nos cogía la mano, pero muy pocas veces hablaba. Su inseparable Coca Cola le hacía la guardia tan igual como todos nosotros. Yo tenía 12 años y tan sólo observaba, pero sentía el dolor de toda mi familia.
Hoy que se recuerda un año más de su muerte repaso su bondad, recuerdo cuánto nos mimaba. Qué tan importantes éramos para ella. Vagamente se cruza por mi mente qué tan unida era toda la familia. Desde aquel 18 de febrero no he vuelto a ver a todos reunidos.
Pero son cosas que tienen que suceder. Dicen que yo era uno de sus consentidos, que hasta me acompañaba al colegio y se quedaba a mi lado para no verme llorar por dejarme solo en la escuela.
Lo que quizás me hace escribir estos pequeños párrafos es lo siguiente: Un día antes de su muerte, 17 de febrero de 1998 para ser más exactos, me encontraba mirando un poco de televisión en una habitación cercana a la de ella, me habían dado la responsabilidad de mirarla de rato en rato para ver si necesitaba algo y de ser así llamar a quien se encontraba en la casa.
Pues hacía lo que me habían sugerido, aún recuerdo su rostro lleno de vida, cuando le preguntaba si necesitaba algo, tan sólo movía la cabeza en señal negativa. No hablaba. Fueron dos o quizás hasta tres veces las que me acerque hasta su dormitorio para hacerle la misma pregunta. Tuve la misma respuesta.
Pasaron unos minutos y escuché su voz mencionando mi nombre, me levanté de la cama y corrí a su llamado. ¿Qué necesitas?, atiné a preguntarle. Me miró fijamente y me preguntó qué me había sucedido. Tenía un esparadrapo en la esquina izquierda de mi labio. Me había mordido un perro días atrás. Le mentí que me había caído.
Hacía mucho que no le escuchaba hablar con nadie y me sorprendió, jamás se me cruzo por mi mente que al día siguiente ya no la tendríamos con nosotros. Luego de haberle mentido - no le gustaban los perros - por eso le dije tal cosa. Otra de las cosas que mencionó fue que siempre me portara bien, tal cosa la dijo cogiéndome de la mano.
Y para finalizar tan corto, pero a la vez tan intenso dialogo, me pidió una gaseosa, su Coca Cola. Javier una de las personas que apoyaba en la casa corrió a comprarla.
Luego me pidió que velara por los demás, yo con mis doce años no entendía a qué se refería. Ahora entiendo, pero no suelo practicarlo.
Ese día no tocaba quedarme en la casa donde se encontraba. Junto a Fátima, mi hermana, nos fuimos para el departamento. Tal y como cuentan las leyendas, parecía que mejoraba aquel día, pero dicen que cuando suele pasar es porque estamos cerca a la muerte.
Esa noche no pude dormir. Como nunca me quedé despierto hasta promediar las dos de la mañana, quizás era parte del presagio. No recuerdo cuál fue la hora que el teléfono sonó y avisaron que se encontraba mal. Todos los que se encontraban en el departamento caminaron a paso ligero hasta la casa de San Andrés.
Por el camino, cuenta la mamá Mery, fueron víctimas de un pequeño asalto, en realidad no fue de mayores proporciones. Ya al llegar donde se encontraba “mi Mashito”, la encontraron agonizando, muy mal, como ellos decían, el sufrimiento era incontrolable. Alicia, Rosa, Fátima, Margarita y todos los que se encontraban a su lado compartían su dolor.
Yo en la casa, con los ojos bien abiertos a la espera de lo que sucediera. Las horas pasaban y al promediar las seis de la mañana dieron la noticia inesperada. Uno de nuestros más queridos seres había fallecido. El dolor inundó la familia, tal y como sucediera con la ciudad hacía unos días por el siniestro del fenómeno del niño. Todo era turbio como aquellas aguas, nadie paraba de llorar.
Avisaron a todo la familia. Las “Marujitas” se encontraban por Huamachuco, ellas llegaron por la tarde, todos empezaron a concentrarse donde se velarían sus restos, el calor era insoportable. Tuvieron que instalar unos ventiladores para sofocar ese inmenso calor.
Ya en su ataúd, decían que parecía que se encontraba dormida – no volví a verla- . Vestía un atuendo azul, un rosario en sus manos y una mirada tal cual estuviera descansando. En paz. Lejos de toda esta inmunda realidad.
Los llantos no cesaban y era natural. Su ataúd era color plateado. Los rezos y los cánticos se escuchaban en aquel salón, hoy convertido en pizzería. Yo observaba cómo todos sentían la muerte de mi Mashito. Yo la guardaba por dentro. La había querido mucho. No concebía lo que sucedía.
La noche se acercaba y la pena era mayor. Todos estaban reunidos. Yo me paseaba por la casa y miraba de lejos el lugar donde su cuerpo estaba postrado. Era increíble ver como decenas de familiares y conocidos de la familia se acercaban a la casa. Las ofrendas florales eran innumerables, pero jamás me acerqué ni siquiera a verla por última vez.
El día del sepelio, entierro, despedida, último adiós o como quieran llamarlo, la Misa tendría que ser imponente y fue así. En el lugar de los grandes acontecimientos religiosos. La Catedral fue el escenario. Lleno total como si fuese un personaje popular, famoso, pero no era así. Ella era una mujer bondadosa, amigable, cortés, era una persona muy querida por todos los que la conocían.
Salimos de la casa, por la tarde, no recuerdo la hora exacta, caminando por el negro y sucio asfalto. El sol oculto, acorde con la tristeza que vivíamos. Vagamente pasa por mi memoria un destello de una niña que lloraba desesperada, era mi prima Claudia. A sus cerca de tres años vivía la muerte de su Mashito, decía que no quería que la metan en la carroza de la funeraria, no recuerdo quién la jalaba de la mano, pero recuerdo a la pequeña con vestido blanco con detalles de flores granates.
Nos dirigimos entonces a la Catedral, y luego caminamos a donde sería su última morada. Cementerio general de Miraflores. Ahí bajo la sombra de un toldo esperaba un padre para dar los últimos rezos a quien se nos alejaba en cuerpo. Había un sinnúmero de personas con los ojos hinchados, rojos, la cara demacrada y con lentes oscuros que se confundían con nosotros.
Luego de haber escuchado las palabras del padre era hora del final. Quizás lo más trágico de esos días que para muchos jamás se terminarán. El dolor y el sufrimiento embargaron a todos. Era de esperarse. Hoy 18 de Febrero que escribo estas letras a once años de su muerte, puedo asegurar que muchos de los que ese día derramaron una infinitas lágrimas hoy ni siquiera se acordaron de ponerle una flor en su nicho o de rezarle un Padre Nuestro, un Ave María. Suele pasar, cuando nos dejan por mucho tiempo te olvidas y más aún cuando dejan este hogar.

miércoles, 8 de abril de 2009

Crónica de una visita esperada

La perfección, la moral, la disciplina, y su talento se refleja en sus obras sin comparación en nuestra lengua. Una extraordinaria ruta, significativa, en donde hasta su candidatura a la presidencia cobra sentido.
Don. Jorge Mario Pedro Vargas Llosa hace que los peruanos amantes de las letras, se sientan apasionados con sus escrituras. Que cuando conversemos en la catedral, o miremos fijamente una casa verde nos acordemos de una ciudad llena de perros buscando un paraíso en la otra esquina para luego, celebrar con la fiesta del chivo y estar junto a los jefes que participaron en la guerra del fin del mundo.
Hoy no anotaré en los cuadernos de don Rigoberto, pero si recordaré esos breves minutos cuando pude escuchar unas cuantas palabras de nuestro tan laureado escritor.
Día 24 del primer mes del año, nuestra Universidad tendría la magnifica oportunidad de contar con la presencia de Don Mario Vargas Llosa, aquel gran escritor contemporáneo de los maleficios del poder, quien ha explorado con más minuciosidad y potencia la atmósfera que rodea a los dictadores y los autoritarios del mundo.
Don Mario Vargas Llosa sería condecorado como Doctor Honoris Causa ante un impresionante marco. Condecoración que obedece al programa de cultura de gratitud y reconocimiento a aquellos personajes y profesionales que contribuyen al desarrollo del país.
Al promediar las 11:05 de la mañana el tan esperado escritor hizo su llegada a nuestro recinto, auditorio “Héctor Acuña Cabrera”, en la entrada fue recibido por el Director de Imagen Institucional, Lic. Juan Carlos Castillo Burga. Ya en sala de recepción, nuestro Rector Fundador, el Ingeniero César Acuña Peralta le estrechó la mano junto a todas las autoridades vallejianas y de nuestra región.
Vargas Llosa escuchaba atentamente la breve reseña de nuestra casa superior de estudios. “Hemos crecido en casi todo el norte del Perú, ahora esperamos extendernos por el sur, para así seguir contribuyendo con el desarrollo del país, que es parte de nuestra visión, recalcaba César Acuña.
Los minutos avanzaban y Vargas Llosa enaltecía la gran solidez del consorcio. Era momento que la ceremonia debería enrumbarse, para ello, las vestiduras, los atuendos – togas – esperaban ser utilizados por los académicos, rector fundador, rector y homenajeado estaban listos para hacer su ingreso al salón principal.
Los flashes de las cámaras y un sinnúmero de hombres de prensa, abarrotaron el ambiente, el respetable recibió de pie entre aplausos a nuestro gran escritor. Aquel que ha descrito la intimidad de un hombre enfrentado al espejo de su baño y las consignas de un líder militar enfrentado a sus soldados. Todos los personajes de la galería de lo humano aparecen en sus libros. Su experimentación con el lenguaje ha sido permanente.
Es uno de los pocos escritores en el mundo que domina estilos diversos que con frecuencia fusiona y contrasta en sus novelas. No parece haber una zona de la vida o una forma del lenguaje cuyo interés le sea ajeno.
Ya en el estrado, Don Mario Vargas Llosa escuchaba atentamente las palabras del Rector, Dr. Sigifredo Orbegoso, quien en un breve mensaje pudo descifrar su tan perfecta carrera de escritor. La presentación no pudo ser más emotiva.
El Dr. José Huamán Delgado tuvo a cargo la lectura de la semblanza del autor de “La Ciudad y los Perros. Sus novelas no son una recreación sino una impugnación de la vida. Esta capacidad de impugnación y de crítica lo define. Cuando entra en una discusión de ideas, es un luchador cuyos argumentos crecen y se hacen más complejos en medio del intercambio.
Al escuchar muchas de las palabras acerca de su vida, recordaba aquel momento, años atrás, cuando leía “El Paraíso en la Otra Esquina”, o cuando mi mente “pervertida” repetía las imágenes de “Pantaleón y las Visitadoras”.También revoloteaban mi cerebro algunas de las frases de “La Ciudad y los Perros” ¡Que me mira cadete!, sin duda que me sentía agradecido por estar presenciado tan grato momento.
Nuestro Rector Fundador fue el encargado, luego de la lectura de la Resolución, de colocar la Medalla y hacer entrega del Diploma que le concede el grado de Doctor Honoris Causa.
Era el turno del homenajeado. En sus primeras palabras dijo: a veces hasta a los mismos escritores nos hacen faltan palabras para explicar o expresar nuestros sentimientos, quizás sea porque nos embarga una emoción que no cuenta con una explicación.
“Estoy profundamente emocionado y agradecido por esta distinción, por las palabras tan generosas que la han acompañado y por la presencia cálida de todos ustedes - dirigiéndose al auditorio-. Verse asociado simbólicamente al claustro de una universidad no es sólo una ocasión de alegría, es también un mandato de rigor ético e intelectual”.
Don Mario, crítico también de su propia imagen. Trasgresor permanente de sí mismo, puede lanzarse a tentar la presidencia de su país y puede actuar sobre un escenario.
“Así recibo este Doctorado Honoris causa de esta universidad joven, pujante. Un eslabón en una cadena de instituciones académicas que se extiende por el Perú y que lleva el nombre ilustre de César Vallejo” palabras que dejaban en silencio absoluto al respetable.
Entre el ruido de la puerta, donde me encontraba, escuchaba sus palabras: el trabajo de un escritor es un trabajo solitario que se hace retirándose del mundanal ruido, enfrascándose en un mundo privado, de sueños, de fantasmas de anhelos y todos los escritores que gozan desde luego con esa hermosa profesión que es la de la literatura, padecen pruebas difíciles y retos que a veces parecen abrumarnos y derrotarnos.
“En esos momentos difíciles yo recordaré siempre esta mañana donde se han dicho cosas tan exageradamente generosas sobre mi persona y mi obra, recordaré la calidez, la hospitalidad, la generosidad de los trujillanos que me han honrado haciéndome Doctor Honoris Causa de la Universidad César Vallejo”.
Al concluir con su breve, pero muy significativo agradecimiento, César Acuña Peralta, hizo mención que hoy – sábado 24- es un día muy especial para la Universidad César Vallejo, por tener la dicha de reconocer a un señor, a un maestro, la mirada de nuestro Rector Fundador era para el homenajeado.
Vargas Llosa es amigo de todos los peruanos, es un hombre que día a día hace grandes cosas por nuestro país y creo que todas las universidades deberían imitarnos.
César Acuña, emocionado por tener en su casa, en la casa de toda la familia vallejiana, replicaba el alto honor que siente como rector al condecorar a nuestro tan grande escritor. Que bueno es saber que todos los triunfadores ahora pasan por nuestra universidad y aceptan ser reconocidos por nosotros, eso refleja que seguimos creciendo y que lograremos ese cambio que tanto anhelamos.
Y es así como se desarrolló este magno evento, que de habérmelo perdido, me hubiese sumergido en un sitial acompañado de lágrimas por no haber estado presente ante cálida y emocionante ceremonia.